
Adela se mira en el espejo fingiendo una pose rígida y una mirada fuerte. Agarrota todos sus músculos y baña sus ojos con una tela de rabia y fuego.
La joven se acerca a su armario y escoge su disfraz para salir a la calle: un jersey rojo pasión y unos pantalones amarillos, bien amarillos que desprendan la fuerza que sus ojos niegan.
Pero a esa pobre muchacha se le olvidó que su ropa interior la había dejado tal y como estaba: oscura, color de desesperación.
Adela no se encuentra preparada para salir a la calle, vuelve a su espejo teatral y decide maquillarse. Una capa de base, sombra de ojos negra y rimel son puestos con sumo cuidado. A simple vista Adela parece un semblante agresivo. ¡Efecto conseguido!
Satisfecha de su obra, vuelve a mirarse en el espejo, ¿falta algo? Sí, carmín. Rojo, muy rojo, que inviten al deseo de devorar el mundo.
Sale a la calle y un sol resplandeciente refleja su fuerza en la muchacha dándole a cada paso la firmeza que ha perfilado en el contorno de sus labios.
La joven se encuentra por su camino numerosas nubes repletas de agua pero, como rata que se cobija en su madriguera, saca su potente paraguas y se resguarda del agua.
Pero, un día muy soleado, bien entrado el buen tiempo, la joven salió a la calle con su maquillaje, su camiseta pasión, sus pantalones de fuerza y sin su paraguas protector.
Un chaparrón cayó sobre ella empapándola de inseguridad y frustración y todo ese maquillaje provocador se derritió entre un líquido de angustias. Lloró.
Corrió hacia su casa despavorida y agarró con firmeza su carmín y reparó el contorno de sus labios y, a tientas, retomó la sombra y el rimel dejando los restos esparcidos por su semblante furioso y cobarde.
No volvió a salir a la calle, un miedo inhumano le ataba a su escondite y la mantenía enjaulada con su maquillaje intacto.
Hasta que un día se atrevió a salir al balcón, con vértigo, con mucho vértigo y fue, paso a paso, acercándose al borde de ese pequeño abismo.
Empezó a llover y, ésta vez, Adela, ya sin más fuerzas para perder, alzó la vista y contempló como un cielo gris pintaba en su mirada la esperanza.
Arrastró consigo el maquillaje del temor y, mojada, decidió desnudarse en su balcón.
Se quedó en ropa interior y volvió a sentir la lluvia sobre su piel, decidió quitarse el pudor y lanzó sus ropas negras y de color por el balcón.
La muchacha, desnuda, se enamoró sin rencor.
La joven se acerca a su armario y escoge su disfraz para salir a la calle: un jersey rojo pasión y unos pantalones amarillos, bien amarillos que desprendan la fuerza que sus ojos niegan.
Pero a esa pobre muchacha se le olvidó que su ropa interior la había dejado tal y como estaba: oscura, color de desesperación.
Adela no se encuentra preparada para salir a la calle, vuelve a su espejo teatral y decide maquillarse. Una capa de base, sombra de ojos negra y rimel son puestos con sumo cuidado. A simple vista Adela parece un semblante agresivo. ¡Efecto conseguido!
Satisfecha de su obra, vuelve a mirarse en el espejo, ¿falta algo? Sí, carmín. Rojo, muy rojo, que inviten al deseo de devorar el mundo.
Sale a la calle y un sol resplandeciente refleja su fuerza en la muchacha dándole a cada paso la firmeza que ha perfilado en el contorno de sus labios.
La joven se encuentra por su camino numerosas nubes repletas de agua pero, como rata que se cobija en su madriguera, saca su potente paraguas y se resguarda del agua.
Pero, un día muy soleado, bien entrado el buen tiempo, la joven salió a la calle con su maquillaje, su camiseta pasión, sus pantalones de fuerza y sin su paraguas protector.
Un chaparrón cayó sobre ella empapándola de inseguridad y frustración y todo ese maquillaje provocador se derritió entre un líquido de angustias. Lloró.
Corrió hacia su casa despavorida y agarró con firmeza su carmín y reparó el contorno de sus labios y, a tientas, retomó la sombra y el rimel dejando los restos esparcidos por su semblante furioso y cobarde.
No volvió a salir a la calle, un miedo inhumano le ataba a su escondite y la mantenía enjaulada con su maquillaje intacto.
Hasta que un día se atrevió a salir al balcón, con vértigo, con mucho vértigo y fue, paso a paso, acercándose al borde de ese pequeño abismo.
Empezó a llover y, ésta vez, Adela, ya sin más fuerzas para perder, alzó la vista y contempló como un cielo gris pintaba en su mirada la esperanza.
Arrastró consigo el maquillaje del temor y, mojada, decidió desnudarse en su balcón.
Se quedó en ropa interior y volvió a sentir la lluvia sobre su piel, decidió quitarse el pudor y lanzó sus ropas negras y de color por el balcón.
La muchacha, desnuda, se enamoró sin rencor.
Esta historia fue escrita hace algunos años, cuando guardaba mi corazón para mi soledad, cuando sentía fúria y rabia contra todos los espejos que reflejaban mi debilidad... Escribí este relato cuando mi corazón sentía que se abandonaba de nuevo al amor y, eso, me dejaba sin aliento.
Ahora, vuelvo a sentirme identificada con aquellos miedos, si bien, sé ésta vez que el corazón de las personas fuertes resiste ante todo... aún así... miedo es lo que hay pintado en el centro de mi corazón.
Marina
Gracias por publicar este cuento, es fantástico y me recuerda a mí, como no. Te entiendo más de lo q crees, aunque sé que lo sabes ;) Me encanta, ¿nos desnudaremos al amanecer?
ResponderEliminarNo hace falta esperar tantas horas, preciosa...
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