Quiero remontar el transcurso de esta historia al año 2005, quizá principios del 2006. Sé que ha llovido mucho desde entonces (sobretodo en cuanto a este invierno se refiere), no obstante, una película que pude ver un fin de semana de estos con unos amigos me dieron pie a acordarme de nuevo de tal incoherente y divertida situación.
Allá en ese año, corrían tiempos de estrés pues yo no era más que una diecisieteañera con unas ganas enormes de abandonar el instituto (sí, aquel que luego, años después, miraría de reojo con nostalgia).
Recuerdo perfectamente que cursaba segundo de bachillerato y que dormía poco, muy poco. Me pasaba noches enteras en vela gracias a mi querido amigo el insomio. Este dato es fundamental en los acontecimientos que discurrieron cierta mañana de invierno.
Después de haber situado el contexto de dicha situación cómica voy a dar paso a la narración de los acontecimientos, esos tan esperados ya por unos inteligentes lectores que se preguntaran qué demonios tiene que ver el bachillerato y el insomio con el silencio de una cabra.
Pues bien...
Eran las siete y cuarto de la mañana aproximadamente y yo me disponía corriendo a salir a la calle para alcanzar en la calle principal el bus que me llevaría como cada mañana al instituto.
Aunque ese día fue diferente....
Recuerdo perfectamente como iba con la carpeta repleta de apuntes en el brazo derecho y la mochila colgada del hombro derecho como único soporte.
Mi mano izquierda quedaba libre para agarrar la manecilla y abrir la puerta que daba a la calle.
Cabe mencionar que, a parte del ya supuesto adormilamiento y apardalamiento típico de las horaas, del dormir poco y de una época de adolescente, también llevaba un buen chute de cuatro gragueas de valeriana y dos tilas metido en el cuerpo desde la noche anterior para poder conciliar el tan deseoso sueño.
En aquellas patéticas condiciones me disponía rutinariamente a abrir la ya mencionada puerta con la ya mencionada mano a la ya mencionada hora con la ya mencionada maleta colgada en un solo hombro.
Y llegó el momento expectante de nuestra historia.
Abrí la puerta, rápida, contundente, firme en mi decisión de no perder el bus.
Y me encontre, perpleja, un ser extraño delante de mí en el umbral de mi casa.
Recuerdo perfectamente que parpadeé considerables veces... no sin mantener la boca en una posición comprometida si hubiera alguna mosca revoloteando.
Instinto o miedo o quizá un chute demasiado grande de tranquilizantes naturales me hicieron cerrar la puerta en cuestión de segundos. En aquellos tan rápidos instantes hubiese jurado fervilmente que me había vuelto loca.
Entonces mi juicio sano y prundente me hizo volver a abrir la puerta y comprobar como mi imaginación y mis altas dosis de sueño y drogas naturales habían causado en mi cerebro un brote esquizofrénico.
No obstante, abrí la puerta, de nuevo, con aquella esperanza ingenua de no encontrarme nada delante de mi puerta... Y sí... allí estaba ella... la cabra... silenciosa, mirándome fijamente a los ojos. Intercambiando la perplijadad que ambas llevávamos en la mirada.
Una cabra que no berreaba, una cabra que solo me miraba fijamente... Como si mi cabeza fuera un cielo y mis ojos nubes que explotar una mañana de invierno.
Pero esa cabra vio en mí algo especial pues, decidida, puso una pata delante de la otra, la cabeza inclinada en posición toro dirigida y confiada a adentrarse en una casa a la cual no había sido invitada.
En esos momentos, el miedo pudo conmigo y cerré la puerta. Con los ojos aun ansiosos por descubrir qué estaba ocurriendo alcé la voz lo más que pude y dije "Mamá, no sabes qué tenemos en la puerta: una cabra."
Mi querida madre, incrédula, y mi querido hermano quien nunca se levanta, vinieron corriendo hacia la puerta... abrí para que contemplaran y ahí estaba la dichosa cabra silenciosa... mirándonos con la técnica de los soldados geray... y, entonces, mis ojos divisaron un horizonte más amplio... Mi vecino con un manojo de hierbas en la mano en la calle llamando a la cabra para que bajara pues había sido descarriada y había decidido aventurarse por la zona desconocida... saltó la balla del campo y se adentró a la carretera en busca de quien poder echarle el ojito.
La cabra terminó por rendirse y bajó con humildad y resignación las escaleras de mi portal.
Sólo después me aventuré a salir de mi casa corriendo... recordaba que mi objetivo era no perder el bus... ese día corrí más que nunca.
Marina