Escucho una olla exprés que atraviesa las barreras acústicas por la puerta abierta. Una olla en ebullición, como si en cualquier momento ella quisiera escapar de sí misma.
Y yo me encuentro sentada frente a una pantalla inerte que me devuelve cada palabra aquí escrita.
Es una manera eficaz de darse cuenta de lo que hay dentro, muy dentro, allí donde no llega nadie más que yo misma.
Pantalones vaqueros pegados al cuerpo marcando la figura de una chiquilla jugando en el mundo de adultos. Una camiseta violeta, color pastel... y toda la figura de una mujer camuflada detrás de una camiseta a cuadros anudada y desabrochada que invita a pasar a descubrir qué hay de verdad dentro de mí. Y como si quisiera que la informalidad se vistiera de protagonista, con un pelo enmarañado y recogido en lo alto de mi cabeza me muestro al mundo con una jovial sonrisa mientras mis ojos inclinan a pensar que tal vez estoy muy cabreada.
Y quien opine así certeza hayará en sus predicciones pues la rabia instalada en mí desde hace tantos años me obliga a luchar por las causas injustas de los demás y a tragarme el orgullo cuando me toca a mí porque siempre hay una razón más poderosa que yo, porque siempre hay alguien que pueda resultar herido en mis transacciones en busca, sencillamente, de lo que me pertenece y es mío.
Ya quizá de igual, ya quizá viva instalada en el absurdo conformismo, ya quizá deba desistir en la dura e idiota batalla de ser yo misma.
¿Por qué no puedo gritar al mundo entero mis razones? ¿Por qué no puedo plantar cara a los que se sienten por encima de mí por tener el bolsillo más grande y el cerebro más pequeño? ¿Por qué debo vestirme con el disfraz de la hipocresía si aún no quiero que lleguen a mi vida los carnavales?
No, no y no. No quiero, que no quiero beber del veneno de los perdedores, que no quiero comer de la carne de los deshonestos, que no quiero masticar la basura de los corazones podridos por el dinero. ¡Que no quiero! Maldito mundo vacío que busca en sí mismo la necia certeza de que permanece vivo.
Y a pesar de todo ello, debo firmar con la cabeza gacha los papeles que me sentencian como cobarde y sumisa, debo aceptar la mitad de la mitad de lo que me pertoca y agradecer con la rabia entre los dientes la magnífica oportunidad de haber sido sobreexplotada en el mundo salvaje de la crueldad monetaria.
Mas la historia no acaba aquí pues volveré con el valor de los que se saben capaces de derramar dos gotas de sangre por cada centímetro cúbico que se me rellenó de veneno barato de garrafón domesticado. Y que ladren los perros su canción...
Marina