Pronto descubriría por qué Sara me pareció una chica que poco tenía de normal y las razones invisibles para el mundo exterior se fueron metiendo en mí haciendo mella en lo más hondo de mis objetivos personales y profesionales.
Claro está, en un principio no tuve la oportunidad de entrar en el mundo fantástico e inaudito de Sara, ella era a la vez la chica más dulce y cariñosa y la más distante y ensimismada. Una mezcla que me fascinaba como caso psicológico.
Mis primeros meses en ese instituto transcurrieron como en todos los lugares en los que una puede iniciar su carrera profesional: un auténtico caos en un barco en el cual no sabes aún dónde está el timón ni quienes son tus tripulantes. Me sentía perdida, me sentía incompetente, todos los esfuerzos que hacía se me antojaban planos, de poco interés... el trabajo se me acumulaba monótonamente día tras día en un despacho desprovisto del sabor de la vida.
En uno de esos momentos en los que reflexionas y miras en vez de ver por primera vez, me di cuenta de que era casi imposible que los alumnos llegaran a mi despacho y se abrieran con sus problemas si el sitio en el que debían hacerlo carecía de vida, de sentimientos, de cercanía.
En ese preciso instante me levanté de la silla, miré a mi alrededor y dejé entrever una sonrisa pícara: sabía exactamente qué debía hacer.
Empecé por quitar esos cuadros anticuados, blanquinegros y repletos de polvo acumulado donde apenas se apreciaban ciertos políticos y personalidades lejanas a todos nosotros que alguna vez visitaron nuestro centro educativo para hacerse una foto por destinar un mínimo porcentaje de los sueldos de todos nosotros.
Ya empezaba a sentirme mejor. El siguiente paso sería renovar el mobiliario pero sabía que con el presupuesto del centro sería utópico contar así que me dispuse a poner carteles por todo el centro con la noticia de que todos podrían disponer algún mueble divertido de sus casas que estuviera acumulando polvo... Los alumnos empezaron a traer algunos libros interesantes y coloridos, pequeños decorativos, algunos de arte pintaron unos cuadros preciosos para las paredes, profesores implicados trajeron en sus coches algunos muebles que no sabían dónde meter... el resultado fue espectacular. De pronto, el despacho de orientación se convirtió en nuestro despacho: mío y de todos los demás.
Se convirtió en el centro de todas las miradas curiosas: todos los alumnos y profesores poco a poco se iban pasando por el despacho para ver qué lugar le había dado a su preciado objeto y ya que estaban se sentaban y me comentaban sus planes e inquietudes académicas.
Fue un buen gancho.
Lo que me frustró como profesional fue que la única persona con la que contaba ver en ese despacho no había aparecido ni para asomar la nariz: Sara no tuvo la menor intención de saber cómo había quedado el despacho después de colocar su precioso cuadro de colores vivos, llamativos y espectaculares.
Lo que me había funcionado para todo el centro a ella no le había impresionado ni lo más mínimo.
Tenía que pensar urgentemente en cómo llevar a Sara a mi despacho, necesitaba saber qué se escondía en esos ojos marrones donde un mar profundo de incógnitas me ahogaba de la curiosidad. Era como si su mirada pidiera auxilio a gritos pero en código morse para sólo los más expertos y capaces pudieran localizar su demanda y realmente ayudarla.
Marina