Espero en un rincón de nuestro bar favorito. Con mi asiento divisando la entrada, teniendo muy cerca de mi vista la calle por la cual espero encontrar sus pasos... unos pasos que nunca llegaron, unos pasos que hoy, seguramente, no llegarán.
Me he sentado con todas mis fuerzas guardadas en los bolsillos, bien apretados contra mi piel, con los puños prietos, tensos, evitando cualquier escape de entereza que pudiera desperdigarse por este bar ya no tan familiar.
Sobre la mesa, una foto... un recuerdo, una imagen que hoy empieza a disipiarse, a alejarse tan despacio de mí que apenas percibo su movimiento. A mi lado, humeando, mi té favorito.
A mi alrededor todo es ruido, alborot y diversión. Una niña señala con sorpresa aquella bolsa de patatillas que desea con toda su alma mientras mira a su papá con ojitos lindos para tratar de convencer a un padre de algo que haría sin pesañear.
Unos metros más allá, una pareja ensimismada ha creado un envoltorio tras de sí para hacerse inmune a todo lo que se les resulta, dentro de su proceso mágico de amor, inútil. Me los quedo un ratito mirando, gestos dulces y traviesos, miradas profundas que hasta mí se me clavan, algunos susurros incapaces de ser escuchados por oídos ajenos a esa declaración de amor solo de ellos dos.
No muy lejos de mi mesa, también junto a una ventana, de espaldas a mí, un chico espera impacientemente la llegada de alguien. Con la mirada fija en los critales, absorvido en sus propios pensamientos, aduñeados sus sueños rotos de su desesperación, se deja caer abatido sobre sus manos, que le hacen tanto de apoyo como de consuelo en su inmensa soledad.
Imagino la frustración de su corazón, tan marcado como el mío, tan cercano al dolor roto como yo, en espera de un empujón que lo lance al abismo sin consideración para así dejarse llevar por la oscuridad de la decepción.
Vuelvo a dirigir la mirada a esa niña encaprichada que ya posee en sus manos su anhelado tesoro. Aguarda a que su padre pague con unas monedas su efímera felicidad de buen grado. La niña da salitos de princesa, acorde con su rosado vestido de volantes infinitos, orgullosa de que sus rizos ligeramente anaranjados hagan su trabajo subiendo y bajando dando al aire formas graciosas y frescas.
Aquella pareja, se dirije a pagar la cuenta. Probablemente, quieran dejar darle rienda suelta a su apasionado amor en algún lugar íntimo, creado solo por y para ellos dos. Irán juntos a forjar las bases de un buen amor, a forjar el querer y el respeto por cada centímetro del cuerpo de su amor.
Y vuelta mi vista al desolado joven postrado frente al ventanal. Ahora mira distraído a los peculiares personajes que tiene a su lado. Intento no con pocos esfuerzos darle forma a su rostro, no obstante no lo consigo.
Entonces vuelvo a sumergirme en mi té y en mi propia historia de espera, vuelvo a meterme de lleno en mi soledad y esta se contenta de que vuelva a darle el protagonisto que se cree merecido.
Doy vueltas al té, una y otra y otra... esperando a que se enfríe antes mi esperanza puestas en una nada idiota, sin sentido, totalmente absurda, propia del dadaísmo.
Enfrascada en mis historias convalecientes, noto la presencia de alguien acercándose hacia mí con sumo cuidado. Antes de dirigir la vista hacia el lugar de donde sentía el acercamiento, dirijo una última mirada hacia el chico solitario. No está, allí no se encuentra, ¿cuando se habrá cansado de su eterna soledad? Entonces, dirijo la vista hacia donde debía identificar aquella presencia cada vez más cercana. Levanto la vista hacia ese lado...
- Al fín nos encontramos.
Él, él era el chico que llevaba rato buscando su esperanza perdida... él... ¡É! ¡Tanto tiempo aguardándole y estaba frente a mí tan ocupado cada uno en su propia soledad que no nos habíamos dado cuenta!
Se sienta delante mía, yo, sin querer, derramo la taza de té que cae sobre mis piernas. Me levanto torpemente entre lágrimas y sollozos, él, preocupado, me pregunta si me he quemado. Se acerca a mí, intenta arroparme con sus manos llenas de un sentimiento atrofiado por el tiempo. Como un acto reflejo, me despego de su abrazo. Todo el bar está pendiente de nosotros.
Yo, no consigo más que llorar y mirarle a los ojos. Sólo me quedaba una pregunta:
- ¿Por qué ahora? ¿Por qué vuelves ahora?
- Cada mes vengo, y me siento en esa mesa, buscando tu recuerdo en la calle, esperando verte pasar. Cada mes.
- No te creo, yo he venido cada mes. El día que acordamos, ¿recuerdas? Los sábados últimos del mes. A la hora acordada: a las ocho estoy aquí esperándote durante todo este tiempo.Y te esperaba siempre tres cuartos de hora... y nunca llegaste.
- ¿A las ocho? Llevo viniendo cada día pactado a las nueve... a las nueve, ¿recuerdas? Acordamos a las nueve. Y te espero desde entonces... te he esperado desde entonces, guardándote mi corazón... Hacía lo posible para viajar y estar aquí puntual, siempre.
No consigo comprender la situación... no consigo entender los caprichos del destino... No es posible, tanto tiempo, saliendo por esta puerta un cuarto de hora antes de que él llegara. Me lanzo a sus brazos, entre lágrimas abatidas. Él me mira fijamente y me habla bajito, suave, casi en un susurro:
- Hoy, sin embargo, he venido para decirte que me he enamorado.
Marina